Juan José Olavarría, la vanidad de la utopía.[1]
Luis Pérez Oramas
La reciente emigración venezolana, con su
consecuente crisis humanitaria, sus pérdidas incontables, su incesante
tragedia, es la anti-figura exacta de las dos gestas que se inscriben en el
orígen legendario –e histórico- de Venezuela: la Huida a Oriente y la Campaña
Admirable.[2] Es decir, así como aquella huida a
Oriente marca los antecedentes de la tercera república y el cruce de los Andes
hacia Venezuela había determinado la primera gesta libertadora, condición de
posibilidad de la Independencia suramericana, así mismo, repitiendo a la vez la
huída de los caraqueños y la misma travesía andina del ejército libertador,
pero en sentido contrario, hacia el poniente, los venezolanos del siglo XXI
habrán dado por clausurada aquella versión épica de su nacionalidad, dejando
inscrita en la estela de su sufrimiento la necesidad de otra narrativa, de una
nueva escritura de la historia y hasta quizás de otra nación.
Desde que se inició esta trágica
transhumancia en busca desesperada de refugio fuera del país, no he cesado de
pensar que los venezolanos de hoy repiten, también, ya sin épica, las campañas
libertadoras que condujeron a los llaneros de Paéz a través de las heladas
alturas andinas, hasta Lima. Esta saga trágica, esta transfiguración de la
épica heróica en desgarradora narrativa de fracaso –todos hemos visto las
imágenes de nuestros compatriotas famélicos o helados, descalzos, los pies
ensangrentados, en grupos o solos, recorrer miles de kilómetros para escapar de
Venezuela-; esta tragedia multitudinaria y silenciosa, sin voz, ¿quién la
figura?, ¿cómo se hace imagen? ¿quién la representa?
Un ciclo histórico –también en materia de
arte- se cierra con la transhumancia venezolana del siglo XXI- y se resume en
un breve, doloroso mensaje: buscar otro país. Los pintores venezolanos de fines
del siglo XIX –sus nombres: Martín Tovar y Tovar, Cristóbal Rojas, Arturo
Michelena, Emilio Maury, Antonio Herrera Toro, hasta el último de ellos, Tito
Salas- fueron los primeros encargados de darle imagen a aquella ficción épica fundacional.
Todos sabemos, sin embargo, que ornaban con sus obras maestras una bella
mascarada y que, detrás de las escenas fabulosas del Capitolio nacional o del
otrora Panteón se escondían dos clanes tiránicos, guzmancismo y gomecismo,
moldeando con barro legitimador la esfigie ficticia de Bolívar en nuestro
imaginario colectivo.
Días antes de que el gobierno peruano
decretara el cierre total del país por causa del Covid-19, en la galería
municipal Pancho Fierro, ubicada en la populosa plaza de armas de Lima, el
artista Juan José Olavarría, venezolano nacido en Valencia en 1969, abría la
primera muestra exhaustiva de su obra reciente fuera de Venezuela, titulada La locura más peligrosa de América,
curada por Fabiola Arroyo. Esta muestra, que debió clausurar casi
inmediatamente después de su apertura, da cuenta, con el precario testimonio
del arte, de la trágica emigración de los venezolanos hacia los paises vecinos,
huyendo de la desmantelada nación que la (des)obra chavista nos ha dejado como
legado.
No me viene ningún nombre, ni conozco otro
artista en Venezuela que, como Juan José Olavarría, haya dado testimonio, con
tal sistematicidad quirúrgica y agudeza crítica, por encima de toda
polarización ideológica, de la tragedia actual de Venezuela. No hay en su obra
ni sarcasmo ni caricatura, no hay apología ni elegía sino un sobrio recuento
del absurdo fin de la política en nuestro país.
Con La
locura más peligrosa de América Olavarría viene a culminar esa producción
dedicada, a menudo colaborativamente –primero en el Grupo Provisional durante los años 90, luego en colectivo con
Angela Bonadies desde el 2010- a tomar el pulso figural de la crisis nacional
del fin del siglo XX, es decir a retratar el naufragio venezolano. Olavarría
puede bien erigirse como el equivalente histórico, en nuestro presente, de los
pintores que figuraron el imaginario fundacional de Venezuela, salvo que sus
imágenes -a menudo descarnadas- son trágicamente antitéticas con relación a
aquella mascarada épica y glorificante.
Desde un punto de vista narrativo, La locura más peligrosa de América comienza con una vista cenital: una multitud atravesando el puente sobre el río Táchira que une –y sobre todo hoy separa- a Venezuela de Colombia.
Juan José Olavarría. 2020. Del rigor en la ciencia: Puente Internacional "Simón Bolívar" Tierras sobre tela 150 x 437 cm |
La impresionante imagen que representa a
cientos de personas andando sobre el Puente Simón Bolívar comparte los tonos de
tierra y la tela cruda –lona- que caracterizan la obra pictórica de Olavarría.
Su técnica, también propia del artista, es una base de pigmentos extraídos de
tierra salvo que, en este caso específico, se trata de los mismos pantanos de
las riberas del rio Táchira que reposan debajo del célebre puente-frontera por
el que han escapado buena parte de los 5 millones de venezolanos que hoy
constituyen la mayor crísis de refugiados en la historia del continente.
Uno pudiera detenerse a considerar la
significación de esta decisión técnica –imagen exacta, fría, de una tragedia-:
lo que está debajo de este puente es lo que, encima de esta tela, viene a
lanzar el artista haciendo posible con sus figuras la hipotipósis de la escena
que allí se representa: enargeia,
vívida presencia ante nuestros ojos, de la huída colectiva de un país. En ese
sentido vale la pena evocar la función antropológica de esta figura -el puente-
en la tradición pictórica occidental: el puente es lo que -a la vez- vincula y
desvincula, sirve para unir y puede separar, lo que permite -como en esta obra-
'franquear un obstáculo, es decir, superar un peligro (...) vinculando dos
extremos opuestos' -en palabras de Michel Weemans.[3] Yo pienso en lo informe que puede
representar la tierra sucia y mojada, el pantano que ha servido para figurar en
esta obra a la multitud sobre el puente, imagen políticamente perturbadora que
se pudiera vincular con otra aseveración de Weemans en sus estudios sobre la
pintura del renacimiento nórdico: las palabras turba, turbación, perturbación comparten raíces latinas
comunes -a saber turba, que quiere
decir precisamente pantano, tierra húmeda; y turbula, que significa pequeña multitud, cuya forma latina, turba, se ha mantenido en nuestro
idioma. Es posible pensar, entonces, que lo informe del pantano adquiere aquí la
forma del puente, de una imagen-turba,
a la vez perturbadora y turbulenta, multitudinaria, y por lo tanto de su
infigurable búsqueda de refugio histórico.[4]
¿Cómo figurar lo infigurable? La pregunta,
por manida, no deja de conservar su potencia, su ‘reserva de fuerza’
originaria: ha estado presente, tácita o explícitamente, detrás de la historia
de la representación occidental desde tiempos ancestrales. Apeles, decía
Plinio, había sido el único capaz de pintar la tempestad, el trueno y el
relámpago, figuras de lo infigurable; y probablemente en la escena de aquella
gitana que carga a su hijo en los brazos, acompañada por un jóven soldado,
cerca de un riachuelo, en incertidumbre crepuscular, con una ciudad lejana a
sus espaldas y un rayo brotando en el cielo, La Tempestad de Giorgone, de lo que se trata es de figurar, a
través de atajos y velámenes de pintura, la lejana voz, estruendosa, de un Dios
infigurable.
Giorgione. (hacia 1508) La Tempestad Óleo sobre tela 82 x 73cm Galería de la Academia, Venecia |
Dos cuerpos muertos son protagonistas centrales de La locura más peligrosa de América. Uno de esos cuerpos, un cadáver ya sin piel, inconmensurablemente sombrío, aparece en la obra titulada Padre: ¿eres tú o no eres; o quién eres? en donde Olavarría ha reproducido la imagen de la ceremonia secreta, tanática, fetichista y no menos sombría, con la que Hugo Chávez se dió el placer de profanar la tumba de Bolívar. Olavarría representa el momento en que los testigos de aquel ritual oscuro –médicos y funcionarios, Chávez entre ellos- observan el esqueleto del prócer: el título de la obra nos recuerda un verso cursi de Neruda que el dictador venezolano habría proferido en ese momento, haciendo honor a su gusto por el melodrama.
Juan José Olavarría. 2017 Padre: ¿eres tú o no eres; o quién eres? Tierras sobre tela 120 x 200 cm |
Se trata de un yacente, en la tradición
barroca, española y latinoamericana, de los Cristos muertos, salvo que este
Cristo ya no es carne. Los tonos tierra de sus sombras se asemejan a los de
Valdés Leal o Gaspar Becerra y, en su osamenta visible de cadaver, puede evocar
la célebre talla conocida como la Santísima
Sangre de Dénia.
Talla de la Santísima Sangre. Iglesia de Loreto, Dénia, España |
La obra de Olavarría representa el esqueleto
de Bolívar siguiendo, además, con minucioso detalle, hasta en los desgarros de
los pliegues, el modelo del célebre Sudario
de Turín. Es, pues, Bolívar-Cristo, y con ello es también la misma sombra
informe que en la tradición occidental ha constituído el desafío fundamental de
lo infigurable. Pero el muerto aquí no es Cristo: es Bolívar, un Bolívar-mancha, lo que queda de él en
nuestros días.
El filósofo Jean-Claude Milner ha escrito un
libelo fascinante sobre aquel cuadro de David en el que se representa el cuerpo
asesinado de Marat. Dice Milner: allí la
política ha muerto, y con ella la pintura de historia, que también ha sido
asesinada, de suerte que aquel que yace es sólo su espectro, su esfigie
funeraria, no ya su retrato. Porque por mucho que todo retrato sea una
anticipación de la muerte, para que haya retrato hace falta que alguien nos
mire. Y Marat no nos mira: está muerto. Milner tiene el cuidado de recordarnos
un detalle: el cuadro de David fue presentado al público el 16 de octubre de
1793, es decir el mismo día en que Maria Antonieta de Habsburgo fue conducida
al cadalso. David habría esperado ver pasar la caravana de muerte antes de
develar su obra. Y existe un cróquis rápido, a lápiz, en el que el pintor
representó a la reina despojada de atributos, de perfil –como Judas-, las manos
atadas a la espalda, esperando su hora última. Desde esa muerte la
representación occidental no ha cesado su contínuo debate sobre cómo figurar al
soberano de un régimen de todos, al Demos
colectivo e infigurable.
Jacques-Louis David, 1793 La muerte de Marat Óleo sobre tela 165 x 128 cm Museos Reales de Bellas Artes, Bruselas, Bélgica. |
Todo retrato anticipa a la muerte, pero el
retrato de un muerto, ¿qué es? ¿Una autopsia? La muerte de Marat es pintura de historia –cuando la historia se
declina en tiempo presente- y a la vez es retrato, ambos excluyéndose porque la
historia no es ni una esfigie ni un muerto, y sólo los une aquí el cuerpo
asesinado –irretratable- de la política. La política, en cambio, existe para
que los seres hablantes en sociedad no tengan que aniquilarse entre ellos con
el propósito de continuar siendo –añade Milner.
La política -en Venezuela- ha muerto, qué
duda cabe: reducida a una grotesca caricatura, a un carnaval monstruoso, a
incontables muertes. También ha fenecido el régimen centenario que tuvo por eje
simbólico a Bolívar -mucho más antiguo que el chavismo, que fué su metástasis
terminal-. Y los venezolanos de hoy no tenemos nada con qué sustituirlo:
vivimos la realidad de un país sin narrativa, que ha perdido con su fantasía de
emancipación la imaginación de su propia fundación. Tal es la proeza simbólica
de esta muestra de Olavarría: figurar, con sobria compasión, a ese infigurable;
darle imagen a esa absoluta opacidad.
Rafael Sánchez, en su libro dedicado a la
arqueología del populismo bolivariano –Dancing
Jacobins: A Venezuelan Genealogy of Latin American Populism- describe la
escena de Bolívar bailando con su lugarteniente pardo, José Laurencio Silva,
para escándalo de las damas de la aristocracia peruana en medio de un banquete
en Lima. La oposición entre este bailarín desaforado y su rígida construcción
monumental constituye, según Sánchez, la dialéctica del soberano populista que,
como Chávez mismo, puede ir sin transición del lloriqueo melodramático y
apotéosico al bochinche público y tragicómico. Le ha correspondido sin embargo
a Juan José Olavarría volver a traer a Bolívar hasta Lima, en las mochilas
manchadas de tierra de los caminantes venezolanos que, por millones, han
abandonado el país chavista. Y lo ha traído -ni monumental ni bailarín-
simplemente muerto: ha dejado su cadáver, como el cuerpo anónimo de tantos
venezolanos en una morgue cualquiera, expuesto ante todos después de su
autopsia, para que veamos lo que queda de sus huesos y, con ellos, de nosotros.
Ambos el momento y el lugar magnifican su
significación y con ello me parecen cerrarse aquí también dos inmensas elipses
iconográficas que han marcado el repertorio simbólico venezolano. Porque al
imaginario patrio, pre-moderno, de los héroes victoriosos y épicos, que aquí se
concluye en la figuración de un fallecimiento colectivo se une en esta muestra
la presencia de otro cuerpo muerto que viene a contrastar en su desgarradora
belleza, en su ordinaria subjetividad de víctima común, con el cadáver-sudario
del monumental Bolívar profanado.
Juan José Olavarría, 2020 Manta Tierras sobre tela 180 x 160 cm |
Se trata de Manta, obra en la que vemos caer, fláccida, ya sin vida, la
humanidad de Lorena Cardozo, 21 años,
asesinada -entre otros incontables femicidios- a su paso por el Ecuador.
El cuerpo de Lorena naufraga bajo la noche de pantano que divide el lienzo,
como reposando en su sueño sin retorno sobre los inmaculados pliegues, aún
vírgenes, de la mitad inferior de la obra. Lorena no es ya un héroe, ni es un
prócer: es cualquiera de nosotros, otra imagen de la política de la muerte -de
la muerte de la política- que desde Goya, desde aquel imprecante que abre sus
brazos desesperados ante San Antonio de la Florida, en similar postura al
fusilado del 2 de Mayo, se encarna en un mártir anónimo, en un individuo que
incluso sin nombre lleva el nombre de todos.
Yo quiero ver en Manta el final –el cierre- de otra tradición, esta vez moderna y
también goyesca, en la que las majas desnudas nos interpelan desde su
arrogancia umbría, y encarnando el deseo visible lo confrontan con la luz
desafiante que lo ciega, en el instante en que se exponen a ser vistas. Esta
tradición de ninfas en expolio encarna, entre otras cosas en Venezuela, el
primer advenimiento de la modernidad en pintura, en aquellas majas que Armando
Reverón figuró, a fines de los años 30, con frondosos esfumatos sepias.
Armando Reverón, 1939 Maja criolla. Oleo y temple sobre tela 134 x 176 cm |
Imposible no pensar en ellas, en sus tonos
tierras, en su sombra, en su eclipsada luz, en sus morada ciega ante esta
conmovedora, si funeral, imagen de Manta.
De nuevo aquí no es la maja monumental, goyesca o reveroniana, sino simplemente
Lorena quien fallece. Y no nos mira, si pudiera, porque su rostro esta
brillantemente oculto, hundido contra la materia de la tela que la representa.
Se clausura así, con esta experiencia de la huída y del fracaso, con este testimonio, una historia de la figuración nacional heroica y ficticia y también un capítulo de nuestra modernidad residual y fallida. Entre el altar a San Juan Macías, patrono de los refugiados, santo limeño, que Olavarría reproduce en su muestra, y los mobiliarios reciclados como ataúdes en uso por la población venezolana –carretillas, refrigeradores, armarios- el artista incluye una lista creciente, desgarradora de venezolanas que también fallecen mientras huyen –víctimas de femicidio- cuyos nombres propios se van añadiendo a lápiz en las paredes de la exposición, en la medida en que Olavarría recibe las noticias de sus decesos.
De esas
víctimas, de aquellos que han sobrevivido a la travesía, la exposición incluye
una instalación titulada Páramo de
Berlín: una vara de la que cuelgan morrales cedidos por los refugiados con
sus objetos personales, cuyo título evoca las estepas al norte de Santander
entre Bucaramanga y Pamplona que deben atravesar y en el que muchos, por
hipotermia, han dejado la vida. Así, entre lo que huye y lo que yace, se dibuja
en esta exposición el improbable encuentro de dos naciones que atenazan
geográficamente, una al norte otra al sur, la ficción bolivariana: Venezuela y
Perú. Para enfatizar esta tensión geográfica, Juan José Olavarría, con
sabiduría política, ha invitado a otros artistas, peruanos (Juan Javier
Salazar, Miguel Cordero) y venezolanos (Diana López y Germán Sandoval quien ha representado el asesinato de
Fernando Albán) a compartir esta primera exposición internacional de su obra
reciente.
Bajo la enseña de ambas banderas nacionales,
ambas manchadas con tierra del puerto del Callao, La locura más peligrosa de América se define, rastro de esperanza,
entonces, como una muestra sobre una hospitalidad posible: el artista ha desenterrado,
en archivos de memorabilia, fotos y objetos limeños en los que ambos países se
encuentran, entre ellos la representación de una pieza teatral venezolana en
Lima –La empresa permite un momento de
locura de Rodolfo Santana- en los años 80 y las imágenes contradictorias
del candidato Vargas Llosa o aquella expuesta en su reverso del guerrillero
Abimael Guzman; finalmente, como una vanitas
politica, lo que queda de la "mota" o borrador de tiza que un cierto
Alberto Fujimori Inomoto utilizaba cuando dictaba clases en la Universidad
Agraria La Molina, Lima. Vanitas, o
‘punctum’: ‘pequeña mancha’ según Barthes, ‘azar que me señala’, este objeto
informe, este cuerpo de materia muerta, mancillada, sirve acaso para interpelar
nuestra memoria, para evocar la vanidad de la utopía y para exigirnos hacer
imborrable su naufragio.
Mota utilizada por AFF en su último semestre de la UNALM. Colección privada |
[1]
Una versión inicial de este ensayo, sin notas, fue publicado en las páginas de
El Papel Literario del Diario El Nacional, Venezuela, el día 12 de Julio de
2020.
[2]
Primeras grandes gestas militares de Simón Bolívar en el proceso de la
Independencia de las colonias españolas de suramérica, la Campaña Admirable de 1813, que condujo a los ejércitos libertadores
desde Nueva Granada a Venezuela, y la Emigración
a Oriente de la pobación caraqueña ante el asedio de José Tomás Boves en
1814, marcan el inicio y el fin de la llamada segunda república, primera bajo
la conducción de Bolívar.
[3] Vdr. Michel Weemans:
Breugel, pièges à voir in : Reindert Falkenburg y Michel Weemans: Bruegel
[Paris: Hazan, 2018), p. 118.
[4]
"Turbación, del latín turba (arcilla, tierra húmeda) y turbula (pequeña
multitud, turba), designa aquello que es mezcla, impuro y turbulento. Según
estas dos etimologías los diccionarios organizan la polisemia del término, que
significa el estado de lo que cesa de estar límpido y en orden, la confusión que
resulta y, por extensión, las situaciones dudosas, ambigüas, aquello que
comporta elementos escondidos, sospechosos. Desde siempre, el sentido
específicamente visual del término domina ampliamente, designando lo que no es
nítido, lo que no permite ver con distinción y que (nos) ciega." Vdr. Ibid, p. 148.